Miro
la hora en el móvil. Guardo el móvil. Se me ha olvidado la hora qué es. Miro el
móvil. Por fin sé qué hora es. Pero, ¿necesito saber qué hora es? Forma extraña
de situarse en el tiempo si verdaderamente mi primera intención no era situarme
en el tiempo, sino más bien una ojeada de puro hábito repetitivo y rutinario.
Una vuelta al universo que se abre en la mano con mi móvil, lejano al universo
que hay ante mí.
Iba
en el metro observando como todo el mundo observaba su teléfono, excepto a mí
que me gusta pensar (cosa rara) y otro señor a mi lado que no parecía tener un
techo para vivir. Un par de veces cruzamos miradas ya que creo que entendimos
el uno en el otro que los únicos que estábamos allí éramos él y yo. En ese
entendimiento acabamos hablando de banalidades, de adónde iba él y adónde iba
yo. Qué caminos vitales nos habían llevado allí a las 10:05 de la mañana un 20
de febrero de 2017.
No
soy un hombre de apuestas pero para cuando él se apeó volví ante la imagen de
varias filas de asientos donde había humanos conectados a un teléfono y no el
teléfono conectado a un uso humano. El móvil era extensivo a sí mismos. Una
prolongación del brazo, un órgano más continente de música, amigos, agenda,
fotografías y esfera pública. “Me gusta”, “Comentar” y “Compartir”. “Follow”, “Unfollow”
y “Subscribir”. Click. Tap. Deslizar hacia abajo. Una y otra vez. Sin pausa.
Tan sin pausa que a alguno se le pasará la parada, aunque seguramente allá
donde vaya, hará (si se lo permiten) lo mismo que hace ahí sentado de camino a
no sé donde. Sumergidos en el mundo virtual, tan grande y extenso que abarca
todos los países y todas las informaciones, se perdían la historia de un hombre
sin hogar, que aunque estuvo ante todos ellos, quizás sólo estuvo ante mí.
Como
decía, no soy un hombre de apuestas, pero apuesto mi móvil a que ninguno de los
que allí había se acuerda a las 18:00 de qué les gustó, qué conocieron o qué
vieron durante los 30 minutos que duró su trayecto. Por suerte para ellos no he
podido realizar la apuesta en vivo, pero extiendo esa apuesta a todo aquel que
se sorprenda a sí mismo demasiado metido en sí mismo a través de la ventana más
poderosa que hay respecto al mundo.
Por
suerte llegué a la reunión que tenía esta mañana y transcurrió con normalidad.
Y, evidentemente, regresé de nuevo en el metro. Allí tenía a la vez ante mí la misma
imagen y la excepción. Una madre con su hijo pequeño en un carrito. Que si te
doy un beso, que si te hago una cosquilla y juego al veo veo. Allí estaba
alguien a medio camino de su vida que había originado otra vida en este mundo
siendo tal cual son. Maravillosos, rodeados de una masa que busca quiénes son
en el dispositivo de su bolsillo.
No
es que tuviera una revelación religiosa, por supuesto que no, pero cada gesto
que veía espontáneo en alguna de las personas me pareció precioso por su
naturalidad. La naturalidad me pareció excepcional, ¡eso sí que es rareza! No
hay necesidad de llamar al apocalipsis o escribirle un whatsapp, aunque lo
cierto es que se intuye la pérdida de algo. Si Platón se despertara mañana
pensaría que hemos adoptado la vida de la apariencia y que adulamos la copia de
la copia y la imitamos por sistema, navegando en la superficialidad. Sin
embargo, parece que fuera del bolsillo, sigue habiendo algo de esencia en la
espontaneidad.
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