lunes, 9 de febrero de 2015

EL SER HUMANO, UN SER DESORIENTADO


  Traiciones de banda de bandera a su contigua, teñidas de blanco y negro, van perdiendo la hermosura lumínica de los que un día quisieron darle significado a su Nación. Plantamos un cerco a nuestros límites físicos, en la misma línea que otros en otro tiempo, pensando que nadie podrá derribar nuestra artificialidad. Un ser humano en su solipsismo, envuelto en sí mismo y vuelto hacia sí, retorcido por antonomasia, se revuelve en sus entrañas buscando significados de lo derruido, es decir, rebuscando. ¿Intenta construir algo nuevo? En absoluto.
   Vuelve al pasado buscando respuestas a preguntas que tienen las mismas respuestas, pero quiere encontrar una solución nueva a antiguas preguntas en las mismas respuestas fallidas. Busca un tiempo mejor en el definitivo fracaso de la degeneración. Busca parar el tiempo y apostar por un continuo estado de lo mejor constante y perpetuo. Tan irreal como espantoso. Y no porque no merezcamos la paz eterna (¡qué ansia de muerte esconde!), sino porque no nos traería paz interior, sino el enfrentamiento inevitable ante lo que en verdad somos. En realidad, pocos están preparados para esa batalla que surge en uno mismo y que tan desesperados nos tiene en el fondo. Muy en el fondo, pues la superficie la solucionamos provocando la destrucción en la alteridad o haciéndonos destructivos, pero destructivos sin terminar de destruir, es decir, el mal por puro vicio.
   Retrasando nuestra tarea principal, la vamos dejando encadenándonos a obligaciones impuestas, ya sea por el todo o por la parte, es decir, por la sociedad o por nosotros mismos. Un sentido rutinario de la vida, que, mientras creemos que está en rumbo firme, no hay nada firme en ese rumbo aparte de la pura repetición impuesta. Tanto es así, que, al no aceptar que la vida es cambio y movimiento, sentimos el temblor interior que supone el tambaleo de alguno de los pilares que sostienen nuestras vidas: la familia, el compañero sentimental, la muerte,…
   Todo ser humano acaba optando en cierta manera por la ataraxia. Acaba convirtiéndose más bien en un insípido animal evitando su inevitable conciencia, como el que huye de sí mismo, pero se encuentra en cada esquina. Si bien, al final nos asaltan en esas esquinas las mismas preguntas a punta de fusil: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué significa la vida?
   ¿Por qué es tan difícil dar respuesta? Por nuestra propia incoherencia y contradicción. Anhelamos que cada momento de nuestra vida sea paralizado o repetido ante lo imposible de lo primero. Pero, a su vez, no queremos arriesgarnos emocionalmente a nada, no queremos sentir dolor, ya que al final, toda emoción implica dolor en algún momento. Ese dolor que nos hace resquebrajarnos por dentro, que nos deja sin respiración, que evidencia la tragedia que significa vivir, precisamente por una búsqueda errónea. Esa búsqueda errática y fatídica no es más que la añoranza de cristalizar nuestra vida en etapas al poner un dique, una frontera y hacer un croquis lineal de lo que hemos sido. Tal como aparecía en los libros de texto básicos sobre la evolución, pensamos que nuestra vida sería más o menos así. Empezaríamos siendo básicos y acabaríamos siendo complejos, aunque en realidad seamos básicos para acabar siendo complejamente básicos.
   La vida no da opción a la parada a menos que uno tome la radical decisión de suicidarse, que entonces, uno mismo se ha dado tal opción. Por lo tanto, en esta vida en la que todo fluye, da el suficiente tiempo para equivocarse, pero también para reaccionar. Por ello, da tiempo a mirar y remirar todo el continuo tiempo recorrido y reflexionar profundamente en cada una de las cosas que hicimos, admitiendo fielmente que no hubo nunca un cambio hiperbólico de dirección de un día para otro. En el fondo, todo inicio comienza con una semilla. De ella nace algo vigoroso y que luce con esplendor, e inconfundiblemente va menguando.
   Tenemos la tarea de emprender proyectos vitales en la medida que nuestro estado físico lo permita y establecernos finalmente cuando inevitablemente vamos siendo víctimas de nuestra propia condición animal. Así, que el miedo llegue al final, mientras recorremos nuestro camino, sin tener miedo a nuestras preguntas más profundas, pues pensar en ellas no es nada más que la bandera verdadera de lo que somos, seres humanos profundamente desorientados ante la vida. Haciendo camino al andar, no encontraremos sentido absoluto, pero le daremos un sentido, el nuestro.