miércoles, 21 de mayo de 2014

EL PROBLEMA DEL TRABAJADOR



   Hay que reflexionar sobre la condición precaria del trabajador hoy en día. No a través de los tópicos pseudo-revolucionarios clásicos del tipo ‘alienación’, ‘oprimidos’, etc. Intentaremos descubrir cuál es el papel del trabajador en el proceso productivo desde las relaciones sociales.
   Estamos en un sistema que funciona de manera contractual. Esto quiere decir que cada uno de los individuos aporta algo al otro, hace un intercambio con él, se establece un acuerdo. Así, nuestra democracia consiste en votar a unos representantes que se comprometen a promover nuestro bienestar. Nosotros aportamos el voto, ellos su pretensión (ya sabemos que cumplen bastante poco). Ahora bien, miremos la situación del trabajador.
   El trabajador y el empresario se supone que llegan a un acuerdo, al igual que en el ejemplo del voto. El empresario otorga cierto dinero a cambio de que el empleado trabaje y el beneficio del producto sea para el empresario.  ¿Qué papel juega el trabajador en esta negociación? ¿Tiene la posibilidad de elegir a qué precio vender su fuerza de trabajo? Ninguno y no. Ésas son las respuestas. La siguiente cuestión es por qué.
   El precio no lo elige el trabajador porque está sujeto al sistema de mercado. No quiero entrar en tópicos, pero el trabajador es una mercancía. Si hay poca demanda de empleo, el trabajador puede obtener más beneficio cuando produce. Cuando la demanda se dispara, es decir, llegamos a tener cinco o seis millones de parados, la demanda es tan grande que el precio al que se vende la fuerza de trabajo comienza a ser una vergüenza. Incluso empresarios hablan de que el trabajador tendría que trabajar gratis o pagar por trabajar. A todos nos ruborizan este tipo de comentarios, pero ellos están pensando en que hay muchísima demanda y pueden incluso llegar a pagar cero. Así es como funciona el trabajo, bajo la ley de la oferta y la demanda, como cualquier producto. Se vende la libertad y las opciones de elegir y ninguno de nosotros podemos intervenir en ello. Imagínense que todos los trabajadores se pusieran ellos mismos un salario mínimo para producir. No sólo obligarían al empresario a soltar más dinero, pues es verdaderamente quien necesita que alguien aporte su fuerza de trabajo, sino que ustedes podrían tener la sensación de estar eligiendo algo en este proceso. Sin embargo, como estamos educados en este sistema, lo más probable es que todos, por competencia, comenzaran a bajarse a sí mismos los salarios con tal de tener trabajo y que el otro no lo tenga. Es el precio que hay que pagar por una sociedad individualista que nos enseña a querer acumular sin ningún sentido.
   Por último me gustaría resaltar que en sociedades como las bandas o las tribus, nadie vende su fuerza de trabajo y todo el mundo tiene que trabajar. Porque el trabajo en estas sociedades es una obligación social. Cada uno puede poner su producto en común para luego redistribuir el total entre todos o puede hacer intercambios desde diferentes tipos de reciprocidad*. También estas sociedades tienen lazos de parentesco y filiación mucho más fuertes. Quizás esa sea la razón, junto con la urbanización (que no nos permie producir sustento directo), de la lastrada posición del trabajador en el sistema productivo del capitalismo. Pero bueno, la gente tampoco quiere pensar en ello, sólo que alguien con una varita lo arregle y le proporcione bienestar. Ilusos.

*: Karl Polanyi – El sistema económico como proceso institucionalizado

domingo, 18 de mayo de 2014

LA FRUSTRACIÓN ESPAÑOLA



   Tras el asesinato de Isabel Carrasco por la madre de una compañera de partido y la misma, el debate, sorprendentemente (¿o no?), que ha inundado los medios de comunicación es sobre las publicaciones en Twitter. Muchos han manifestado su alegría o han bromeado sarcásticamente con la muerte de la susodicha, lo que ha llevado a un revuelo sobre la libertad de expresión en Internet muy interesante.
   Es obvio que los gobernantes saben de la cantidad de publicaciones que hay en Twitter y otras redes sociales que justifican todo tipo de delitos y ensalzan cualquier comportamiento radical. De hecho, son mencionados diariamente por ciudadanos que vuelcan sus frustraciones mediante esta manera de contacto directo que es la única que pueden tener, excepto cuando en campaña electoral los candidatos se dan una vuelta por un mercado a saludar a sus futuros votantes. (¿Dónde habremos llegado si con un saludo pueden ganar un voto?)
   Centrémonos ahora en el tema en cuestión. ¿De verdad van ustedes a regular el espacio público y virtual donde la gente vuelca el odio que les tienen? ¿Acaso quieren que ese espacio se haga físico y vuelvan los escraches a estar a la orden del día? Ambos sabemos que no va a suceder. Ustedes no van a regular nada, porque saben de la complejidad del mundo de Twitter. Hay muchísimas cuentas que se dedican a un humor muy negro, o gente que simplemente se dedica a trollear. Saben que poner límite a algo tan escurridizo es imposible. Uno mismo puede ser irónico, sarcástico, escribir al revés para que no lo denuncien, etcétera. Si la gente quiere espetarles unas letras, lo van a hacer, y ustedes están encantados de ello, no vaya a ser que prefieran salir a la calle y la frustración la vuelquen con ustedes a lo Robespierre.
   Su habilidad para trasladar el tema importante de la semana está siendo cada vez menos efectiva. Cuando sus políticas de austeridad lastraban al país dejando a centenares de familias en la calle, mientras ponían un total de 107.000.000.000 millones de euros en manos de los bancos, ustedes lo reducían todo a términos macroeconómicos. Esto podía ser tragable para la población española, que aún así no entendía como en la supuesta mejor etapa de la historia de la humanidad, llevarse algo de comer a la boca dependía de la macroeconomía. Sin embargo, desde que se pasan el día sacando la bandera de la recuperación porque los términos macroeconómicos han mejorado, no tienen ya chivo expiatorio al que echarle la culpa. Ahora, cada vez que hay un escándalo, incluso algo fortuito como el asesinato de su compañera, tratan de trasladar el debate a temas cada vez más absurdos, aumentando la frustración, ya innata en los españoles hasta en buenos tiempos, para superar el límite de la paciencia general.
   Bien podría ser que su experimento sociológico de medir la paciencia y alienación de los ciudadanos esté llegando a su fin, que no al fin de ustedes, que cuando quieran pueden hacer cuatro medidas populistas y salir triunfantes. A menudo me los imagino riéndose del ciudadano corriente en sus despachos, mirándose al espejo henchidos de poder, mientras los demás veríamos en esa imagen la desolación del ser humano. A la indignación ciudadana le faltan dos cosas para reventar hacia ustedes: que la desesperación se organice y que no le importe ser violenta. Hasta entonces, en ciento cuarenta caracteres seguirá cabiendo poco más que “hijos de puta”.