No
tengo control del tiempo, pero por la actitud de mis dueños intuyo que de nuevo
hay que celebrar esa fiesta llena de luces, personas y regalos fugaces: la
Navidad. Hoy el Príncipe de la casa, como así llaman a un hombre diminuto en comparación
con los otros dos, está montando el árbol.
Por las noches solemos cenar todos en familia. Yo espero
debajo de la mesa la caída de algún chusco de pan mojado en salsa o cualquier
otra cosa. Ese pienso del cuenco es bastante insípido en comparación con los
manjares humanos. Durante la misma, papá y mamá como así los llama el ser
diminuto, hablan de unos Reyes mágicos que viven lejos y que van a hacer un
camino muy largo para traerle regalos al Príncipe de la casa, pero que este año
serán regalos más económicos porque por lo visto, estos Reyes están pasando
apuros. Mientras, la tele está encendida y el Príncipe parece fascinado con
todo lo que en ella se dice. A todo responde: “quiero eso, mamá”, “¿crees que
los Reyes me lo traerán?”, etcétera.
Cuando hay que acostar al Príncipe, papá y mamá se quedan
en el salón, sacan montones de papeles a los que llaman “facturas” y discuten.
“No podemos comprarle eso, es muy caro”; “¿Has visto lo que hemos gastado en
teléfono este mes?”; “Claro, si no llamaras a tu hermana al extranjero…”. A mí
me parece que papá y mamá son muy raros, porque durante el día dicen
constantemente que es la época más feliz del año, pero por las noches gritan en
susurros todo tipo de reproches. Que si me han recortado el sueldo, que si hay
que privarse de ciertos gastos, que si apaga la calefacción…Ayer mismo dijeron:
“Hay que comprarle un pienso más barato a Ron”. Y claro, yo pensé que por qué
no podía yo pedir cosas como el Príncipe de la casa. ¿Por qué era yo el que tenía
que sacrificarme?
En fin, yo lo que más quiero es salir a la calle aunque
haga frío. Y correr. Y saltar. ¡Ah! Y oler algunos perros. Pero, cuando papá me
saca a pasear le da por reprocharme a mí también cosas: “Estoy harto de esta
familia”, “nadie me comprende”, “a veces no sé que he hecho con mi vida”,
“suerte que tienes Ron de conformarte con comer y oler culos”. Entiendo yo que
papá no es muy feliz. Pero tampoco lo es mamá, que cuando papá no está en casa
murmulla entre dientes “seguro que está en el bar”, “vendrá borracho otra vez y
quejándose por todo…”.
Lo cierto es que a todos les tengo en alta estima: me dan
cobijo, cariño y comida, ¿quién podría pedir más? Me gustaría que estuvieran
más contentos y no tuvieran tantos cambios de humor. Mañana es ya 6 de enero y
el árbol está plagado de regalos. El Príncipe de la casa no quería irse a
dormir porque vienen los Reyes en camello y quiere conocerlos. A mí me aterra
la posibilidad de encontrarme a camellos en esta casa tan pequeña, ¿cómo cabrán
por la puerta? No lo sé, pero bueno, tampoco importa, me han dejado leche y
galletas en la mesa para que me las coma.
“¡Mamá, mamá! ¡Papá!” se apresura con los primeros rayos
de luz a gritar el ser diminuto. “Mirad cuantos regalos”. Papá y mamá se
despiertan y todos nos reunimos en el salón. Y de repente, nadie habla de
reproches, todos sonríen y son felices cuando el Príncipe de la casa abre sus
regalos. Incluso a mí esos Reyes invisibles me dejan alguna pelota nueva con la
que jugar. Papá y mamá sonríen y se abrazan y jugamos todos juntos, sin
importar nada más.
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