martes, 5 de febrero de 2019

Fukuyama, el fin de la historia y la reciente historia de España


En 1988, Francis Fukuyama, filósofo estadounidense de origen japonés, escribe un artículo que se titula “¿El fin de la historia?” con la pretensión de basarse en el Hegel no interpretado por el marxismo para defender la respuesta afirmativa a la propia pregunta que se formulaba. Pronto esta intención pasa a analizar las políticas de apertura económica de los países con socialismo de Estado, para acabar celebrando, con cierta amargura, la victoria final del liberalismo como sistema de organización histórico-final. Su artículo suscitó gran polémica, en especial con el suceso posterior de la caída del telón de acero, que lo catapultó a una especie de puesto de futurólogo, que el propio Fukuyama detestó.

El fin de la historia que propone el susodicho es cierto en tanto que se establece un sistema global económico y se pasa de un mundo hegemónico bipolar a un mundo hegemónico multipolar (algo que Huntington en “Choque de civilizaciones” percibe como amenaza). Sin embargo, aunque el triunfo sea institucional y formal, no quiere decir que produzca una aniquilación de la diferencia, ni que haya habido un convencimiento absoluto por parte de quienes defienden otras formas económicas y políticas. Es más, si el triunfo del liberalismo ocurre, no es porque se alce como el sistema final de perfección política que produce el cese de la lucha histórica por la emancipación humana. Incluso, me atrevería a decir que el cese de esa lucha es más bien por la decepción interna que han producido el liberalismo económico de Europa y Estados Unidos y el proteccionismo y monopolio de Estado de los países mal llamados comunistas, aparte del final de la Historia Universal entendida como progreso unilineal. En ambos polos opuestos se produce esa decepción por la distancia descomunal que existen entre sus valores morales y sus costumbres éticas y estéticas en comparación con la realidad. Es común que usen una retórica emancipadora que ha quedado reducida a simples sofismas. En este contexto, podemos determinar que el verdadero motivo del triunfo liberal es porque contiene en su sistema la capacidad de asimilar a los rivales políticos en el seno de su representación a través de los distintos tipos de elecciones, mientras que su contrario, el socialismo de Estado, ha tenido mayores dificultades para ello (incluso cuando copia este modelo de asimilación, las oposiciones tienen un sostén económico internacional que buscan constante confrontación armada).

De esta manera, esa victoria es más por un modo de control que integra al enemigo dentro de su sistema, que a aquel que intenta eliminar su opuesto por la fuerza. En el primer caso, las armas económicas (medios de comunicación incluidos) jugarán a favor de aquellos que ocupan los puestos de verdadera responsabilidad en la estructura interna de poder (oculta o no) de su sistema. Y aquellos que no ostentan esos puestos, en cuanto consiguen cierta notoriedad, serán derribados ya sea mediante la investigación minuciosa de la procedencia de su dinero, los distintos pecados de la vida personal o directamente con el uso de bulos y mentiras repetidos una y otra vez en los grandes medios donde aterrizan informes anónimos, o se producen intercambios de favores que vulneran la credibilidad periodística, dedicada en cuerpo y alma ya al pliegue sobre sus dueños corporativos, con algún ataque casual de dignidad propia.

La forma que adquiere el dominio en el sistema liberal es tan sutil y ausente de fuerza que sólo pierde legitimidad cuando precisamente usa la fuerza de forma desmedida contra sus propios ciudadanos. Es lo que le pasó al gobierno español al principio del mandato conservador que entró en noviembre de 2011 a ejercer el ejecutivo. No tardaron mucho en entender, sólo casi cuatro décadas, que permitir de manera limpia las protestas, movimientos y manifestaciones, era la mejor manera de agotar el descontento. El fin de las manifestaciones siempre tiene un halo de éxtasis al finalizar, llegando normalmente a la plaza del centro, donde eyacula el sentimiento de haber alcanzado el destino final. Sólo hubo una vez en mi memoria, que unos tipos llegaron a la plaza del pueblo de Madrid, acamparon allí y surgió algo más allá del proceso normal que suelen tener estas marchas. Claro que, eso ocurrió seis meses antes de que el gobierno conservador consiguiera el poder. Quizás por ello tenían el convencimiento de la fuerza represiva que más tarde usaron, y como no, que trasladaron en la construcción de aquella Ley de Protección Ciudadana (entendemos que había que proteger a la ciudadanía de sí misma). Por supuesto, este es un ejemplo que casi parece más del polo contrario en el tratamiento de control sobre la diferencia ideológica (no hace falta recordar la procedencia del pensamiento de aquel gobierno), sin embargo, al poco tiempo se empezó a dar espacio a un tertuliano profesor de universidad en las cadenas más importantes del país. Aquel montó un partido político junto con otros profesores y amigos, consiguió liderar encuestas, hacerse diputado europeo, más tarde nacional, para acabar autoproclamándose dos cosas: socialdemócrata y el espíritu hecho cuerpo de aquella acampada en la plaza del pueblo. El sistema lo asimiló a él y él asimiló lo espontáneo y se proclamó voz de la gente. Una vez esto ocurrió, la desigualdad empezó a desaparecer como noticia, la corrupción terminó por cargarse las cúpulas de aquellos que ostentan las estructuras (ocultas o no) del Estado, y el debate se trasladó hacia una competición por la identidad nacional y provincial y, a su vez, hacia esa decimoctava Comunidad Autónoma que nos surgió en Sudamérica, una vez se consiguió asociar a la autoproclamada voz del pueblo con ella, Venezuela.

Digamos entonces, que lo verdaderamente singular del sistema liberal como sistema cultural más que político, es la institucionalización, que ordena y clasifica cualquier suceso en las categorías que son consideradas adecuadas para alcanzar el poder (en cualquiera de los modos de trascendencia). No por casualidad se llama sistema representativo, porque toda representación institucional es la simpificación de un relato que convierte la razón en dominio. Por ello no son extrañas las autoproclamaciones de cosas hasta la extenuación en el mundo liberal del fin de la historia, ya sea la consideración propia de ser constitucionalista, de ser presidente de una república como ocurrió hace poco, o la ya comentada autoafirmación como voz de la gente. Los títulos parecen depender de la existencia de un número de clientes dispuestos a aceptarlos.

Esto último es verdaderamente el quid de la cuestión: la cultura de consumo, la cual Fukuyama en su texto ensalza como madre de que los televisores se popularicen en Asia y se escuche rock en el Vietnam (recordemos, 1988), pero que nada tiene que ver ni ella ni el sistema económico, en que los negros aún sufran en Estados Unidos una desigualdad brutal:


“Así la pobreza de los negros en Estados Unidos no es un producto inherente del liberalismo, sino más bien la herencia de la esclavitud y el racismo”.

Supongo que en el reparto de las herencias del mundo, unos se reparten las acciones del Banco Santander y otros comparten miseria y esclavitud. Fukuyama, a lo mejor, debería haber ahondado más en el concepto del derecho natural en la sociedad liberal. Aunque bueno, estaba muy ocupado celebrando la derrota que advenía de la Unión Soviética y cómo Occidente habría entrado en el mundo posthistórico, a diferencia de los demás pueblos, que suponemos recorrerán la distancia natural evolutiva que les toca, porque si no lo hacen, nos encargaremos personalmente de que se convenzan de hacerlo.

Al final de su artículo, como cualquier infiel televidente en búsqueda de algo que le absorba, el filósofo estadounidense proclama que caerá una tormenta de aburrimiento, que no existirán la filosofía ni el arte durante siglos, en este contexto que él declara como el culmen de la historia, con el sistema más perfecto de organización, donde todo se reducirá a la práctica económica, hasta que, por hastío de tanta comodidad, decidamos invadirnos otra vez de una idea mesiánica de ir hacia algún lugar y por ella, supongo, sigamos excusando cualquier cosa. Debe ser que llegar al paraíso es mejor sustento para la barbarie que la exterminación de un pueblo por acceso a sus recursos naturales.

Si hay algo que celebrar es la muerte del progreso, de la historia entendida como un camino determinado de evolución hacia la perfectibilidad humana emancipada (pensamiento evangélico donde los haya). Y, como es normal en una sociedad que quiebra en su sistema de creencias y crea ciudadanos ociosos y despreocupados (el mundo éramos nosotros, ¡qué barbaridad!), con un tufo a final del Imperio Romano y nihilismo, surgirá otra forma autolegitimada de dominio que aún desconocemos, o entraremos en una especie de Segunda Edad Media, del pan y circo de antaño al renacimiento del ora et labora. En cualquier caso, por lo menos en el mundo judeocristiano, parece difícil disolver la alianza entre poder y trascendencia, y donde se diluye, siempre encontraremos algún grupo de hombres y mujeres haciendo el bien de manera humilde, sin autoproclamarse absolutamente nada, en cualquiera de las épocas, anteriores y posteriores a nosotros.