Traiciones de banda de bandera a su contigua,
teñidas de blanco y negro, van perdiendo la hermosura lumínica de los que un
día quisieron darle significado a su Nación. Plantamos un cerco a nuestros
límites físicos, en la misma línea que otros en otro tiempo, pensando que nadie
podrá derribar nuestra artificialidad. Un ser humano en su solipsismo, envuelto
en sí mismo y vuelto hacia sí, retorcido por antonomasia, se revuelve en sus
entrañas buscando significados de lo derruido, es decir, rebuscando. ¿Intenta
construir algo nuevo? En absoluto.
Vuelve al pasado buscando respuestas a preguntas que tienen las mismas
respuestas, pero quiere encontrar una solución nueva a antiguas preguntas en
las mismas respuestas fallidas. Busca un tiempo mejor en el definitivo fracaso
de la degeneración. Busca parar el tiempo y apostar por un continuo estado de
lo mejor constante y perpetuo. Tan irreal como espantoso. Y no porque no
merezcamos la paz eterna (¡qué ansia de muerte esconde!), sino porque no nos
traería paz interior, sino el enfrentamiento inevitable ante lo que en verdad
somos. En realidad, pocos están preparados para esa batalla que surge en uno
mismo y que tan desesperados nos tiene en el fondo. Muy en el fondo, pues la
superficie la solucionamos provocando la destrucción en la alteridad o
haciéndonos destructivos, pero destructivos sin terminar de destruir, es decir,
el mal por puro vicio.
Retrasando nuestra tarea principal, la vamos dejando encadenándonos a
obligaciones impuestas, ya sea por el todo o por la parte, es decir, por la
sociedad o por nosotros mismos. Un sentido rutinario de la vida, que, mientras
creemos que está en rumbo firme, no hay nada firme en ese rumbo aparte de la
pura repetición impuesta. Tanto es así, que, al no aceptar que la vida es
cambio y movimiento, sentimos el temblor interior que supone el tambaleo de
alguno de los pilares que sostienen nuestras vidas: la familia, el compañero
sentimental, la muerte,…
Todo ser humano acaba optando en cierta manera por la ataraxia. Acaba
convirtiéndose más bien en un insípido animal evitando su inevitable
conciencia, como el que huye de sí mismo, pero se encuentra en cada esquina. Si
bien, al final nos asaltan en esas esquinas las mismas preguntas a punta de
fusil: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué significa la
vida?
¿Por qué es tan difícil dar respuesta? Por nuestra propia incoherencia y
contradicción. Anhelamos que cada momento de nuestra vida sea paralizado o
repetido ante lo imposible de lo primero. Pero, a su vez, no queremos
arriesgarnos emocionalmente a nada, no queremos sentir dolor, ya que al final,
toda emoción implica dolor en algún momento. Ese dolor que nos hace resquebrajarnos por dentro, que nos deja sin respiración, que evidencia la
tragedia que significa vivir, precisamente por una búsqueda errónea. Esa búsqueda
errática y fatídica no es más que la añoranza de cristalizar nuestra vida en
etapas al poner un dique, una frontera y hacer un croquis lineal de lo que
hemos sido. Tal como aparecía en los libros de texto básicos sobre la
evolución, pensamos que nuestra vida sería más o menos así. Empezaríamos siendo
básicos y acabaríamos siendo complejos, aunque en realidad seamos básicos para
acabar siendo complejamente básicos.
La vida no da opción a la parada a menos que uno tome la radical
decisión de suicidarse, que entonces, uno mismo se ha dado tal opción. Por lo
tanto, en esta vida en la que todo fluye, da el suficiente tiempo para
equivocarse, pero también para reaccionar. Por ello, da tiempo a mirar y
remirar todo el continuo tiempo recorrido y reflexionar profundamente en cada
una de las cosas que hicimos, admitiendo fielmente que no hubo nunca un cambio
hiperbólico de dirección de un día para otro. En el fondo, todo inicio comienza
con una semilla. De ella nace algo vigoroso y que luce con esplendor, e
inconfundiblemente va menguando.
Tenemos la tarea de emprender proyectos vitales en la medida que nuestro
estado físico lo permita y establecernos finalmente cuando inevitablemente
vamos siendo víctimas de nuestra propia condición animal. Así, que el miedo
llegue al final, mientras recorremos nuestro camino, sin tener miedo a nuestras
preguntas más profundas, pues pensar en ellas no es nada más que la bandera
verdadera de lo que somos, seres humanos profundamente desorientados ante la
vida. Haciendo camino al andar, no encontraremos sentido absoluto, pero le
daremos un sentido, el nuestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario