Aunque existe en nuestros hábitos
cierta manía de no llamar a las cosas por su nombre, no resulta de ello que no
parezca en esta nuestra época que las categorías que componen la sociedad se
están deshilachando. Hay muchas ideas clave que ya yacen como caducas en lo que
antes eran consideradas como realidades de hecho tales como ciudadano, nación o en el caso que vamos
a tratar a continuación, pueblo.
Estamos introducidos en el meollo
de un proceso histórico que ha venido a denominarse globalización, que viene a ser muy resumidamente, la colonización
mercantil de los usos y costumbres de los habitantes de la Tierra. La
desigualdad que produce este proceso, que ha convertido la Tierra en una gran
nación capitalista ha producido los movimientos migratorios incesantes por
necesidad como consecuencia de la no descolonización de África, Asia y América.
Este es uno de los motivos más acuciantes por los que la idea de nación como
sustentadora de todas las otras ideas metafísicas que soportan la cúspide de una
pirámide representada por el Estado ha ido menguando en su contundencia
discursiva. La nación, a través de categorías como el pueblo, las clases
sociales (y su lucha), la ciudadanía, la soberanía,…se ha convertido en un instrumento
que en asociación con otras naciones ha creado instituciones metaestatales
donde se producen las luchas de poder y las decisiones que se imponen a los
gobiernos que emanan, teóricamente, de todas esas categorías metafísicas a las
que aludíamos recientemente.
Es a partir de esa decisión de
crear una Europa como sujeto político que se ve menguada la concepción de
soberanía nacional en tanto y cuanto las diferentes naciones han oficializado
su pertenencia a una estructura superior nunca antes conocida. Desde esas
metaestructuras supraestatales se dirigen las políticas y decisiones que toman
cada uno de los brazos que se extienden en el cuerpo de una araña cuyas patas
tienen la finalidad de ir hacia donde a cada una más le plazca. Por ello, una
vez el cuerpo político ha sido transferido de la ciudadanía a Europa, Europa ha
aniquilado la idea de soberanía nacional, idea madre de los conceptos de
ciudadanía y pueblo.
El término “ciudadano” tiene
connotaciones de pertenencia a una comunidad en su sentido más teológico,
cuando en realidad, un ciudadano europeo no tiene porqué ser nacido en Europa,
basta con que sea un habitante del planeta que con su fuerza de trabajo
debidamente oficializada mediante documentos burocráticos pruebe que es capaz
de subsistir en el territorio. De esta manera, las fronteras existen a ras del
suelo, pero por avión cualquiera que pueda permitirse pagar un billete, es más
o menos bienvenido. Básicamente, porque la pobreza siempre entra andando o
nadando y nunca por cauces institucionales.
Por otro lado, la deconstrucción
del término “pueblo” no es ajena a esta situación ya que desde las ideas
burguesas el pueblo era una idea con bastantes connotaciones endogámicas. Rompiéndose
esto, el término “pueblo” ha venido a referirse a los “ciudadanos humildes”,
constatando la existencia de otro que connaturalmente al modelo de sociedad no
lo es, vive aparte, domina. Sin embargo, esa crisis de identidad no se resuelve
con el intercambio cultural o la hospitalidad de quien recibe un huésped ni con
la rebelión a ese otro que domina, pues más bien se debate entre la disolución
de la ciudadanía o la reafirmación de una identidad racial pura ya no entre
naciones europeas (2ª Guerra Mundial), sino desde lo occidental como nueva raza
respecto a lo demás. De ahí que un sistema de bloques era un contexto que
dividía un cuerpo en dos, ahora hay un cuerpo que ha constituido en sí mismo
como agente uniforme todo lo diferente como usurpador contagioso de esa nueva
identidad supranacional con la que se identifican los europeos. Por tanto,
cuanto más extraño sea ese otro y más amenazante, más ocurrirá que el pueblo se
diluya y se adscriba a esa identidad superior que supone la idea de comunidad
europea. Y, por tanto, se olvide de las verdaderas condiciones de base que
impone el modelo de sociedad vigente que causan los problemas socioeconómicos
que afectan a sus habitantes y que, por la necesidad de tomar decisiones cada vez
más represivas y contrarias a los propios principios que han conformado la
sociedad de gobiernos representativos, nunca acabará la crisis coyuntural por
solucionarse, pues confirmaría que no habría razón para no recuperar lo que
según el discurso oficial era inevitable perder por la situación que estábamos
viviendo.
El pueblo como tal se ha sometido
a esta especie de política darwinista que ya se clamaba antes de la segunda
gran guerra, en una atomización de los individuos que al no identificarse en
una comunidad total tal como la religión o la patria, ha acabado por
identificarse con pequeñas células como el partido político, el equipo de
fútbol,…que configuran individuos que pueden hermanarse en un ámbito y
enemistarse en otro, pero que en todo caso, ante una amenaza exterior siempre
se unen en la defensa de esa nueva identidad conjunta europea, en defensa de
una sociedad de la cual, a pesar de estos últimos ocho años, todavía no nos
damos cuenta de sus consecuencias.
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