Nietzsche ya advirtió la muerte de Dios hace más de un siglo. Esa
muerte, más que instantánea, ha sido lenta, quedando atrapados en ella
muchísimos nostálgicos que acuden a Dios y su voluntad como determinantes de su
vida. El ser humano mandaba callar a Dios y a sus portavoces en la Tierra
después de siglos de cristianismo. El problema fue, el mismo que acontece hoy
en nuestros días. La religión cristiana y sus valores representaban entonces un
sello de identidad cultural para la sociedad, algo que unía a los hombres de occidente,
constituía un vínculo. Cuando la existencia de Dios se acaba con el funeral que
Nietzsche le otorga, surge el nuevo amanecer del que nuestro amigo hablaba.
Nietzsche no vio este amanecer, repleto de horrores por las dos Guerras
Mundiales, pero si anticipó el nihilismo ante la muerte de una entidad de tal magnitud como la de Dios, de un pilar
básico en la sociedad occidental.
El nihilismo de Nietzsche, a mi modo de ver, es el proceso de luto ante
la pérdida de unos valores. Cuando una sociedad llega al punto en el que sus
valores más incuestionables, más profundos, pasan a ser un lecho escéptico,
esta sociedad se encuentra en un momento nihilista. En un momento en el que el
pasado, la tradición, los valores fundamentales no dan respuesta a una
situación de su presente vital, por lo que se encuentra en una tierra de nadie,
en un desierto en el que al mirar atrás
nos aparece una tormenta de arena y al mirar hacia adelante una total
incógnita. Ante este sentimiento de desorientación, ¿qué podemos hacer?
Quizás estas breves líneas nos traigan hasta nuestra actualidad. En este
momento nos encontramos ante la crisis de las instituciones democráticas y
neoliberales, de sus valores, e incluso de la alternativa presentada durante
todo el siglo XX, el comunismo, en crisis desde el final de la URSS. Así,
caminamos por un desierto de nuevo, en el que el racionalismo encarnado por las
instituciones y sus gobernantes nos parecen cada vez más inútiles, más
atemporales, no encontramos su rostro humano. Ante esta situación, en nuestra
sociedad española, algunos prefieren quedar inmóviles en el desierto, otros se
agarran a banderas sin saber mucho de su contenido ni su historia.
Es obvio que en España no tenemos unos valores que nos unan como país.
En Francia, la conciencia nacional está tremendamente ligada a los postulados
de la Revolución Francesa. Es el punto culminante de su historia, el punto en
el que dentro de un nihilismo incipiente en el que todo parecía estancado y
retrógrado, de repente, la Revolución Francesa en sí se presentó como la
heroína de la vanguardia, el vínculo de unión que les permitía crear una
identidad a todos los franceses. Sin embargo, España tiene poco a lo que
agarrarse. Si miramos los dos últimos siglos de nuestra historia, cada etapa
parece peor que la anterior. Así, unos acuden al franquismo como elemento de
unión o a la Transición mitificada y el Rey como salvador de la democracia;
otros acuden a la II República y otros, no saben de qué estoy hablando.
Muchísimos otros no saben nada de la historia de España, ni les interesa, ni
quieren adherirse a ningún vínculo. Estas personas son de lo más repugnante. Se
pierden en divagaciones y quejas sobre todo (el deporte español por
excelencia), mientras con su inacción legitiman todo aquello de lo que tienen
tanto que gritar. No es que esté defendiendo que los españoles deban encontrar
alguna identidad total (bastante tenemos con ser un país de gregarios), simplemente pongo de manifiesto por qué la división de España
es crónica, y así seguirá siendo. Queda un mapa de gente identificada con un
supuesto pasado español, otra gente identificada con otro pasado (más breve) y
otra gente que simplemente no le importa España (aunque pueda sentirse
española), no quieren saber nada de política (aunque no paren de hablar de
ello) y no quieren involucrarse en nada (a pesar de que esta elección ya sirve
para apoyar la fijeza del sistema).
Ante este panorama, ya existió una Guerra Civil. No creo que otra surja
de este cisma, pues la sociedad se ha vuelto profundamente aniñada,
adolescente, inepta en definitiva. Sin embargo, valdría la pena retrotraer a
Nietzsche en este momento, para hacer ver que esta pérdida de identidad,
solamente puede significar la celebración del fin de una era, y por tanto, del
principio de otra que está en nuestras manos. ¿Qué podemos hacer? Ser creadores
de una nueva aurora.
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