El fuego de la fe fue en muchas ocasiones. Ese astro gigante que dirige
el paso del tiempo en silencio. No se oye silbar a la luz que se introduce por
la ventana, sin embargo, invita a las aves a acariciar los estertores de la
noche. Trama por las esquinas el abordaje de habitaciones singulares que
progresivamente estampan el color en las paredes, en los muebles, en los
compañeros de alcoba.
La luz del amanecer es el eterno retorno de la vida. El despertador de
los pasos del más pudiente, del más desgraciado. Domina el cielo en todo lo
alto dirigiendo los caminos de los seres vivos, que lo huyen cuando radia
demasiado, que lo buscan cuando es perezoso. Es el cómplice de amantes que
paran el tiempo en una caricia, de pescadores que guardan el silencio en sus
frágiles pisadas, de conductores de camiones que miran al horizonte buscando un
futuro mejor. Es el verdugo de los fusilados de guerra, de los explotados en
los rincones del mundo, de los rateros del bolso o la vida. Es el espejo de los
ojos de la humanidad, es el padre de las primeras reflexiones filosóficas, de
las luchas fraticidas, de las cuevas de Altamira donde nunca se llegó a colar.
Fue dios en algún momento y en otro hidrógeno y helio. Estuvo dando vueltas a
la Tierra y luego la Tierra empezó a dar vueltas sobre él. Fue centro del
universo y luego un grano de arena de él. Tuvo todas las formas, todos los
significados y siempre estuvo ahí, impasible, entre el desdén y la entrega
generosa de la posibilidad de la vida.
Es el sol, testigo de hazañas, testigo de fracasos, que nunca falló un
amanecer. Ni siquiera uno.
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