Hubo una época no muy
lejana de contrapeso. El metarrelato principal en el que vivimos estaba
amenazado por la existencia de otro que tenía su propio avance. La Guerra Fría
escenificó dos tipos de mundos, dos tipos de opciones que se empujaban entre
sí. Existía miedo al otro, lo que no puede significar otra cosa que miedo a la
rebelión, miedo al cambio de metarrelato.
Estamos hablando,
como no, de capitalismo y comunismo en sus versiones fácticas, en la praxis de
ambas teorías, no hablamos de las teorías en sí. Lo que permitió la existencia
de la socialdemocracia y del Estado del Bienestar fue la existencia de un
enemigo que tenía un metarrelato que aludía a la revolución de los débiles, el
comunismo. Ambos regímenes eran nocivos en su práctica, pero tenían la
necesidad del otro como límite a sus excesos, algo que el capitalismo, sobre
todo en Europa, llegó a entender mejor. De ahí que acabara ganando la guerra
ideológica.
Sin embargo, ¿cómo
es el mundo hoy? A excepción de algunos países que siguen manteniendo un
sistema alternativo o que lo intentan, el mundo del capitalismo no tiene rival.
No existe un contrapeso ni un enemigo ideológico que suponga una puesta en
riesgo de las formas en las que se expresa el sistema y el poder. Ni siquiera
existe una balanza desde dentro, desde el sufrimiento que conlleva tanto en las
naciones propias como ajenas la excelsa praxis del capitalismo. Lo único que
existe es un páramo masificado de ausencia de pretensión alguna de un futuro
mejor. Es decir, no existe ninguna teoría, metarrelato, religión o miseria
suficiente de la que brote un pensamiento de vanguardia. No ha habido un “repensar”
de las categorías principales de las que consta nuestro sistema. No ha habido
una vuelta a la libertad, a la fraternidad, a la solidaridad, etc. Ha habido un
triunfo masivo del individualismo de consumo, de la resignación, de la anestesia.
Y se ha llevado a cabo en la cultura, entendida desde el punto de vista de las
costumbres, de los actos por los que se rige la vida cotidiana de las personas.
La compulsividad es una enfermedad aceptada como normalidad, como un acto de
libertad del individuo.
Uno tiene la
sensación de que Europa ha muerto, porque ha muerto como vanguardia de
pensamiento. El germen de un propósito de sociedad mejor es inexistente. La
antorcha olímpica del saber, del pretender un mundo mejor, ha sido tirada al
barro y apagada por quienes no entendían por qué la portaban ni adónde se
llevaba, es decir, por nosotros. Muy probablemente porque esta búsqueda de la
mejoría está basada en una idea central que nace del racionalismo: el progreso.
Una idea que muere.
No es tiempo ni de
ideas ni de acción en occidente. No existe un otro al que agarrarse, porque el
éxito del capitalismo es abrumador. Ha cambiado el modo de vivir de las
personas, lo ha hecho unívoco, lo ha adaptado a las necesidades del poder y
tiene la posibilidad de jugar con ello tanto como desee porque no existe corriente
de pensamiento que lo arrastre hacia otro lugar. Está en la cúspide de su
historia, algo que se puede notar por la decadencia de las gentes que lo viven.
Estoy pensando en África, en Oriente Medio, en Latinoamérica, donde hemos
dominado desde la razón puramente instrumental y hemos generado un caos
absoluto. Un caos que se desgrana hoy a las puertas de una Europa que cierra
los ojos porque se ha estancado, se ha vuelto conservadora, sólo piensa en
retener lo que tiene. No tiene ninguna pretensión de aumento de vida, quiere
subsistir eternamente tal como es. Se ha vuelto débil.
Lo peor de esta percepción es que el sustrato está ahí.
Desdeñado, pero está ahí, en la historia de occidente. Es difícil pensar que
una vanguardia fuera traída desde fuera si ese fuera no conoce ya el inmenso
patrimonio de fracasos ideológicos que contiene nuestra historia.
Probablemente, la voluntad de poder que se va a imponer a occidente sea
repetitiva en cuanto a teoría sustentante. Sea una vanguardia ya fracasada
anteriormente, sin una esperanza que no sea fugaz en este mundo de
informaciones efímeras e inestables.
No queda optimismo sin certezas.