Ya no hay tierras vírgenes ni horizontes inocentes. No hay observadores privados de puestas de sol a coste cero. De hecho, ya no hay puestas de sol que no signifiquen otra cosa que puestas de sol. Ya nada invita al pensamiento porque nada impresiona o estampa en nosotros un hecho revelador, a pesar del que aquí acontece: que somos idiotas.
En primer lugar, el hecho de ser idiota es algo sustancialmente humano que ocurre en cada individuo, al menos, una vez en la vida. Lo que es aún más común es reconocer al idiota ajeno en cada esquina y etiquetarle según apariencia como "ese otro que pertenece a aquello que no soy yo". Funciona así como un radar, consciente de la velocidad de los demás pero no de la de su propio sistema.
En medio de la ofensa y la observación, los dignos escapan entre comentarios de cara a la galería y grandes pompas publicitarias. ¿Por qué? Porque allá donde van los idiotas es donde los idiotas los guían. Si bien es verdad que estos segundos idiotas, los dignos, por lo menos tienen el privilegio de dirigirse a alguien que los escucha, los primeros idiotas.
Los dignos siempre van vestidos de chamanes ocupen el puesto que ocupen. El tono neutro domina sus atuendos que van desde el traje más ortodoxo a la camisa de conductor de autobús lo más remangada posible para atisbar la existencia de un esfuerzo. Sin embargo y aunque sujetos a los correveidiles periodísticos, se encuentran intocables como buenos impresentables de terciopelo que son.
No dudemos que los idiotas a la par que se odian se necesitan así como Amancio Ortega necesita vestir de colores a la masa para erigirse en su atuendo como chamán o los partidos politicos necesitan a sus votantes.
Mientras tanto, la puesta de sol se repite una y otra vez a precio de mercado. Pero, siempre que se venda, el ocaso no será temido y mucho menos por los idiotas, tanto por los que ponen el precio como por los que lo compran.
Para ser nítido pondremos el ejemplo de Pablo Casado, idiota de nuestro tiempo: Pablo Casado, el idiota, acompañado de los orantes periodistos y sus idiotas rodillas peladas, intenta coger una pala en un alarde de embutida patria para recordar viejas labores españolas tales como enterrar o levantar heridas honrando así a sus ancestros ideológicos.
Aunque, por lo visto, el idiota, Pablo Casado vestido de impresentable de terciopelo impoluto, lo que pretendía era arar oficialmente, que no de practicar su oficio, a pesar de que idiotas no faltan para escuchar y menos para aplaudir.