Suena
el despertador en un rincón oscuro de mi cuarto. De un cuarto
cualquiera del barrio de Usera. De un cualquiera residente en la
Calle General Marvá, 41, 2ºderecha. Las 8:15 de una mañana que no
pretende ser especial. La costumbre, a mis 67 años, me lleva a
recordar. Es curioso ver como es difícil rememorar un despertar en
nuestro largo camino. La vida está llena de fotografías en nuestra
memoria, de pequeños tramos que no nos dejan ver la escena anhelada
de modo claro. Recordamos a modo de puzle, a modo de piezas que
encajan, de vacíos que no nos permiten enlazar con otras partes.
La edad no sólo trae la
mesura, sino también el deterioro físico. De ahí que mi madrugón
guíe mis pasos hasta el centro médico de Calesas. Ser previsor me
permite tomarme un café antes de abordar otra de las innumerables
citas médicas. En el camino, me encuentro un barrio cada vez más
oscuro, más triste, más solitario, algo que nunca pensé que
llegaría a ver. En otro tiempo, Usera destilaba vida, juventud,
dinamismo, emoción, en definitiva, recuerdo. Ante los ojos de los
adultos y los no tan adultos, se extiende la normalidad de los
edificios, las aglomeraciones de gente desconocida, la suciedad, las
puertas cerradas y el vaivén rápido de los días. En mi niñez,
parecía todo más sencillo, pero sobre todo, menos hostil. Y esto no
sé si es por mi edad que me siento en peligro constante, o es que el
odio se ha petrificado en las almas de los que vivimos aquí.
Noto en conversaciones con
vecinos cierta resignación ante el cambio de rumbo que hemos dado,
sin que eso mitigue la rabia interna. Yo, más que rabia, siento
lástima. Por lo que recuerdo de mi juventud, los parques,
descampados, canchas de fútbol, estaban llenos de jovialidad, y hoy
apenas son visitados. Parecen más bien el lecho de muerte de
juguetes de antaño. En un pequeño campo de fútbol sala cerca de mi
casa, en el parque de la Telefónica, yace un balón pinchado desde
hace meses, y en la papelera, los envoltorios de caramelos se
retiraron para dar paso a las litronas. ¿Será que esos niños
cambiaron los dulces por la cerveza, la ilusión por la frustración?
Hacerme mayor no me ha permitido hacerme menos preguntas, ni
encontrar más respuestas. Hacerme mayor me ha permitido hacerme,
simplemente, otras preguntas.
Me encamino a la entrada del
médico, donde está Rosa vendiendo cupones de la ONCE.
- Buenos días, Rosa. ¿Qué tal te está resultando la mañana?
- Complicada, Miguel, complicada. La suerte no es algo que se venda fácil en estos tiempos.
Las paredes blancas y el suelo
gris enfrían mi ánimo y mis ganas de afrontar la cita, si no fuera
por la cantidad de caras conocidas que veo por aquí. A mi edad, los
Centros de Salud son como un centro de reunión de los de
generaciones que están por, como dice un vecino de aquí, ‘picar
billete’. Es difícil llegar a la sala que nos toca, porque nos
perdemos en saludar a conocidos, en preguntar por las familias,
criticar la poca atención que nos dan los hijos, etcétera. En la
sala de espera me encuentro a Paco, un viejo amigo de la infancia con
el que me suelo ver a veces.
- ¿Qué tal Paquito? No me digas que estás aquí de visita
- Ojalá Miguelín. Es la diabetes que me tiene loco, no sé cuanta insulina pincharme, cómo hacerme el control, qué tengo que comprar, ni nada.
- Pues sí que estás perdido macho. Pero bueno, tienes a la mujer para echarte una mano. Ellas siempre se enteran mejor de estas cosas. Tú más que nadie sabes que la Juani es mucha Juani…
- Miguel, mi mujer murió el año pasado, ¿no te acuerdas?
En este momento me invade el
desconcierto. Me salva el médico que sale por la puerta y recita mi
nombre:
- ¿Miguel Sánchez? – vocea el médico desde la puerta.
- Sí, soy yo.
- Pase.
Un poco paralizado por lo que
acababa de suceder, intento dirigirme a mi amigo.
- Oye, Paco, lo siento mucho, no sé qué me ha pasado. Espérame aquí, ahora salgo.
El médico me espera tras una
mesa que nos separa de manera administrativa. Tras un breve
“siéntese”, su expresión no se me parece a la de otros días.
No tiene una sonrisa burocrática, o un cuidado cariñoso por mi
edad. Su semblante serio me hace esperar que mi presente se tambalea
algo más de lo que yo creía al entrar por la puerta principal. Sin
más dilación comienza a articular palabra.
- Bueno, Miguel, parece que tu prueba con el neurólogo no ha ido del todo bien. Tienes Alzheimer. Es algo complicado, por lo que te aconsejaría llamar a tus familiares o a alguien que de aquí en adelante pueda hacerse cargo de ti, o por lo menos ayudarte en lo máximo posible. Habrás notado que se te olvidan algunos detalles o que tienes dificultades para hacer un seguimiento normal de algunas cosas. Esto es precisamente por la enfermedad, que, aunque está en un estado primitivo, irá siendo acuciante con el tiempo…
Mis oídos se paralizaron en
la palabra “Alzheimer”. Él seguía hablando mientras empezaba a
agobiarme por el cambio de vida que esto suponía. Alzheimer. Una
enfermedad que mella la memoria, que mella lo más preciado que
tenemos los viejos. Arrincona mi soledad y la deja más envuelta en
sí misma de lo que ya se encontraba. Llamar a los hijos y pedir que
carguen con uno, cambiar su vida para quizás, el mañana más
cercano no acordarme de ellos, o lo que es peor, no acordarme de mí.
Salgo del médico sin saber
muy bien en qué he quedado con él ante la ansiedad que me produce
esta situación. Hacía tanto tiempo que no sentía la llamada de la
vida como ahora. Yo pensaba que los vuelcos emocionales, los
problemas vitales, el estrés del día a día habían perecido tras
la muerte de mi mujer. Ya no quedaba por quién sufrir, ni por quién
vivir intensamente. Mi vitalidad había muerto con ella.
Mis pasos me dirigieron hasta
el parque de las Calesas que hay al lado del Centro de salud. Me
senté en uno de los bancos mientras mi cabeza no podía parar de
darle vueltas al asunto. Mientras reflexiono sobre todo esto, un
hombre de edad adulta con, probablemente, una deficiencia mental,
pasea dando vueltas por el parque con una planta en las manos. La
observa, la mira, le da la vuelta. Se sienta en un banco y sigue
observándola. La inspecciona a fondo, como si fuera algo totalmente
nuevo para él, maravillado ante la simpleza de una belleza que hemos
olvidado cómo se ve. Me gustaría ver a través de sus ojos, con esa
inocencia, esa curiosidad que la vida nos va quitando cuando nos
raspa el alma. Esa curiosidad tan bella de las primeras veces en las
que uno hace camino al andar, sin saber muy bien hacia dónde va.
Esos momentos en los que el por qué no importa, un porqué que se va
posando en nuestra memoria a fuerza de recordar, un porqué que toma
sentido en la distancia del tiempo, cuando la añoranza nos hace
entender que las mejores cosas que nos han pasado se reducen a
anécdotas sin ningún gran objetivo, sin una gran empresa que
emprender: una mirada de complicidad, una cara conocida cada mañana,
una cerveza entre amigos, un error de juventud. Si pierdo la memoria,
pierdo toda mi experiencia vital, pierdo todo mi ser. Una cruel
enfermedad puede llevarse de un soplido mi nombre, mi hogar, mis
hijos, mi rostro. Puedo despertarme siendo un desconocido de mí
mismo, con más miedo aun a lo ajeno, irreconocible en el espejo y
desorientado sin saber dónde buscar consuelo. Las melodías de
antiguas canciones, las voces amigas, las palabras y todo cuanto me
rodea en mis 67 años de vida puede ser reducido a las mismas cenizas
que un día descansarán con las de mi mujer en la estantería de
alguno de mis hijos.
Empiezo a pensar en cómo
podrán hacer mis hijos para ayudarme. Seré un estorbo con el que
cargar, un lastre al que atender, sin saber si quiera si por sus
atenciones podría yo agradecérselo ante la ineptitud muy posible de
mi memoria. No quiero ser una mirada perdida en una habitación, ni
una molestia insulsa cercana a la muerte para ellos. Sin embargo,
¿cómo no contárselo? ¿cómo no decirles que pueden ser mis
últimos momentos de lucidez?
Llevo un buen rato mirando
al suelo, cuando me doy cuenta de que le he dicho a Paco que me
esperara a la salida de la consulta y ni me había percatado de que
le he dejado plantado. ¿La enfermedad empieza a afectarme o seré yo
que estoy de los nervios? En fin, poco puedo hacer ya por Paco, al
que avisaré de que a partir de ahora no tome en cuenta mis
despistes, si es que me acuerdo de que debo decírselo cuando le vea.
Levanto la cabeza para otear mi alrededor e inundarme de un poco de
esperanza. Una madre pasea a su hijo en carrito mientras le habla, un
grupo de jóvenes está jugando a las cartas en una de las mesas y
unos pájaros revolotean alrededor de unas migas de pan. Unos pájaros
que siempre envidié por su habilidad de estar por encima de todos
nosotros, observando cualquier tipo de emoción en aquellos que nos
posamos sobre el suelo. Es el momento de volver a casa y afrontar el
futuro, teniendo claro que para mí ya sólo existe el presente más
inmediato.
Subo las escaleras de mi casa
con cierta apatía y dificultad gracias a mis achaques. Abro la
puerta y me recibe mi perro Lucas, en el que la alegría de la
llegada de alguien conocido nunca cesa. Lo acaricio y comienza a
tranquilizarse hasta que acaba por tumbarse en el suelo, mientras sus
ojos me siguen allá donde voy. Estoy inquieto y recorro el salón de
aquí para allá. El único coherente de la sala es Lucas. Por fin me
decido a llamar por teléfono a Vicente, mi hijo mayor.
- Hola hijo, ¿qué tal andas? Te tengo que contar una cosa muy importante.
- ¿Otra? – me responde él extrañado.
- Tengo Alzheimer, hijo.
- ¿De verdad? No me acuerdo…Lo siento hijo, no sé qué me pasa, ni sé si me pasa desde hace mucho tiempo. No entiendo nada. No sé qué estoy haciendo exactamente.
- No te preocupes papá, nos vemos esta tarde. Viene Carmen también y ya decidimos qué hacemos ¿vale? Un beso.
- Un beso hijo, hasta luego.
Esta conversación me ha
terminado de convencer de que no puedo estar solo. Ante el temor de
hacer cosas de las que no me acuerde, prefiero sentarme y esperarles
a ellos, aunque espero acordarme de estar esperando. Enciendo la
tele, con la esperanza de encontrar algo lo suficientemente atrayente
para olvidarme de mi propio olvido. Me siento en el sofá de mi casa,
donde tantas otras tardes encendí el televisor, con la diferencia de
que hoy me pierdo entre tantas posibilidades de elección, y en el
fondo, tan poco contenido. Observo el mundo como vacío, y ante la
vitalidad de los demás, ante su vivir del presente, me siento
confuso. ¿Seré yo el que se hizo mayor, o el mundo es más viejo?
Me da la sensación de que ya nada es tomado tan serio como antaño.
Incluso parece que, aunque yo estime tanto mi memoria, muchos
desearían arrancársela, o prefieren ignorarla y vivir a través de
un presente que no existe. Un presente que no es más que un pasado
que viene por detrás que colisiona con un proyecto vital lanzado al
futuro. La juventud es dueña del tiempo, aunque se empeñe en
atraparse a sí misma en él. Son igual que nosotros, los viejos, que
sin pasado no somos nadie, porque nuestro futuro va muriendo según
se nos acerca la muerte, según vamos viviendo de recuerdos y menos
de metas. Ellos por lo menos, tienen camino, tienen vitalidad, tienen
recuerdos por delante que aún no tienen.
Miro la foto de mi mujer
posada sobre la mesilla que débilmente sustenta una lámpara. La
miro a los ojos hasta que parece que su mirada revive y me mira a mí.
Le pregunto desde mi mente si sabe qué va a ser de mí, pero su voz,
como la de todos los que van falleciendo, se ha borrado de mi cabeza
y sin ella, no me puede contestar ni en mi imaginación. Retiro la
vista de su rostro, clavado en un papel, antes de que una lágrima me
salte, y miro a mi perro Lucas, tumbado a mi lado, que ante mis ojos
mueve el rabo con esa inocencia perenne en él y caduca en mí hace
muchos años. Al fin suena el timbre. Son mis hijos. Es la hora de un
último reto importante, que alguien me tendrá que recordar día a
día. Hasta entonces, todo lo que es mío, irá cayendo,
inevitablemente, en el olvido.