jueves, 25 de junio de 2015

1er PREMIO VII RELATO CORTO USERA: "Cayendo en el olvido"

Suena el despertador en un rincón oscuro de mi cuarto. De un cuarto cualquiera del barrio de Usera. De un cualquiera residente en la Calle General Marvá, 41, 2ºderecha. Las 8:15 de una mañana que no pretende ser especial. La costumbre, a mis 67 años, me lleva a recordar. Es curioso ver como es difícil rememorar un despertar en nuestro largo camino. La vida está llena de fotografías en nuestra memoria, de pequeños tramos que no nos dejan ver la escena anhelada de modo claro. Recordamos a modo de puzle, a modo de piezas que encajan, de vacíos que no nos permiten enlazar con otras partes.
La edad no sólo trae la mesura, sino también el deterioro físico. De ahí que mi madrugón guíe mis pasos hasta el centro médico de Calesas. Ser previsor me permite tomarme un café antes de abordar otra de las innumerables citas médicas. En el camino, me encuentro un barrio cada vez más oscuro, más triste, más solitario, algo que nunca pensé que llegaría a ver. En otro tiempo, Usera destilaba vida, juventud, dinamismo, emoción, en definitiva, recuerdo. Ante los ojos de los adultos y los no tan adultos, se extiende la normalidad de los edificios, las aglomeraciones de gente desconocida, la suciedad, las puertas cerradas y el vaivén rápido de los días. En mi niñez, parecía todo más sencillo, pero sobre todo, menos hostil. Y esto no sé si es por mi edad que me siento en peligro constante, o es que el odio se ha petrificado en las almas de los que vivimos aquí.
Noto en conversaciones con vecinos cierta resignación ante el cambio de rumbo que hemos dado, sin que eso mitigue la rabia interna. Yo, más que rabia, siento lástima. Por lo que recuerdo de mi juventud, los parques, descampados, canchas de fútbol, estaban llenos de jovialidad, y hoy apenas son visitados. Parecen más bien el lecho de muerte de juguetes de antaño. En un pequeño campo de fútbol sala cerca de mi casa, en el parque de la Telefónica, yace un balón pinchado desde hace meses, y en la papelera, los envoltorios de caramelos se retiraron para dar paso a las litronas. ¿Será que esos niños cambiaron los dulces por la cerveza, la ilusión por la frustración? Hacerme mayor no me ha permitido hacerme menos preguntas, ni encontrar más respuestas. Hacerme mayor me ha permitido hacerme, simplemente, otras preguntas.
Me encamino a la entrada del médico, donde está Rosa vendiendo cupones de la ONCE.
  • Buenos días, Rosa. ¿Qué tal te está resultando la mañana?
  • Complicada, Miguel, complicada. La suerte no es algo que se venda fácil en estos tiempos.
Las paredes blancas y el suelo gris enfrían mi ánimo y mis ganas de afrontar la cita, si no fuera por la cantidad de caras conocidas que veo por aquí. A mi edad, los Centros de Salud son como un centro de reunión de los de generaciones que están por, como dice un vecino de aquí, ‘picar billete’. Es difícil llegar a la sala que nos toca, porque nos perdemos en saludar a conocidos, en preguntar por las familias, criticar la poca atención que nos dan los hijos, etcétera. En la sala de espera me encuentro a Paco, un viejo amigo de la infancia con el que me suelo ver a veces.
  • ¿Qué tal Paquito? No me digas que estás aquí de visita
  • Ojalá Miguelín. Es la diabetes que me tiene loco, no sé cuanta insulina pincharme, cómo hacerme el control, qué tengo que comprar, ni nada.
  • Pues sí que estás perdido macho. Pero bueno, tienes a la mujer para echarte una mano. Ellas siempre se enteran mejor de estas cosas. Tú más que nadie sabes que la Juani es mucha Juani…
  • Miguel, mi mujer murió el año pasado, ¿no te acuerdas?
En este momento me invade el desconcierto. Me salva el médico que sale por la puerta y recita mi nombre:
  • ¿Miguel Sánchez? – vocea el médico desde la puerta.
  • Sí, soy yo.
  • Pase.
Un poco paralizado por lo que acababa de suceder, intento dirigirme a mi amigo.
  • Oye, Paco, lo siento mucho, no sé qué me ha pasado. Espérame aquí, ahora salgo.
El médico me espera tras una mesa que nos separa de manera administrativa. Tras un breve “siéntese”, su expresión no se me parece a la de otros días. No tiene una sonrisa burocrática, o un cuidado cariñoso por mi edad. Su semblante serio me hace esperar que mi presente se tambalea algo más de lo que yo creía al entrar por la puerta principal. Sin más dilación comienza a articular palabra.
  • Bueno, Miguel, parece que tu prueba con el neurólogo no ha ido del todo bien. Tienes Alzheimer. Es algo complicado, por lo que te aconsejaría llamar a tus familiares o a alguien que de aquí en adelante pueda hacerse cargo de ti, o por lo menos ayudarte en lo máximo posible. Habrás notado que se te olvidan algunos detalles o que tienes dificultades para hacer un seguimiento normal de algunas cosas. Esto es precisamente por la enfermedad, que, aunque está en un estado primitivo, irá siendo acuciante con el tiempo…
Mis oídos se paralizaron en la palabra “Alzheimer”. Él seguía hablando mientras empezaba a agobiarme por el cambio de vida que esto suponía. Alzheimer. Una enfermedad que mella la memoria, que mella lo más preciado que tenemos los viejos. Arrincona mi soledad y la deja más envuelta en sí misma de lo que ya se encontraba. Llamar a los hijos y pedir que carguen con uno, cambiar su vida para quizás, el mañana más cercano no acordarme de ellos, o lo que es peor, no acordarme de mí.
Salgo del médico sin saber muy bien en qué he quedado con él ante la ansiedad que me produce esta situación. Hacía tanto tiempo que no sentía la llamada de la vida como ahora. Yo pensaba que los vuelcos emocionales, los problemas vitales, el estrés del día a día habían perecido tras la muerte de mi mujer. Ya no quedaba por quién sufrir, ni por quién vivir intensamente. Mi vitalidad había muerto con ella.
Mis pasos me dirigieron hasta el parque de las Calesas que hay al lado del Centro de salud. Me senté en uno de los bancos mientras mi cabeza no podía parar de darle vueltas al asunto. Mientras reflexiono sobre todo esto, un hombre de edad adulta con, probablemente, una deficiencia mental, pasea dando vueltas por el parque con una planta en las manos. La observa, la mira, le da la vuelta. Se sienta en un banco y sigue observándola. La inspecciona a fondo, como si fuera algo totalmente nuevo para él, maravillado ante la simpleza de una belleza que hemos olvidado cómo se ve. Me gustaría ver a través de sus ojos, con esa inocencia, esa curiosidad que la vida nos va quitando cuando nos raspa el alma. Esa curiosidad tan bella de las primeras veces en las que uno hace camino al andar, sin saber muy bien hacia dónde va. Esos momentos en los que el por qué no importa, un porqué que se va posando en nuestra memoria a fuerza de recordar, un porqué que toma sentido en la distancia del tiempo, cuando la añoranza nos hace entender que las mejores cosas que nos han pasado se reducen a anécdotas sin ningún gran objetivo, sin una gran empresa que emprender: una mirada de complicidad, una cara conocida cada mañana, una cerveza entre amigos, un error de juventud. Si pierdo la memoria, pierdo toda mi experiencia vital, pierdo todo mi ser. Una cruel enfermedad puede llevarse de un soplido mi nombre, mi hogar, mis hijos, mi rostro. Puedo despertarme siendo un desconocido de mí mismo, con más miedo aun a lo ajeno, irreconocible en el espejo y desorientado sin saber dónde buscar consuelo. Las melodías de antiguas canciones, las voces amigas, las palabras y todo cuanto me rodea en mis 67 años de vida puede ser reducido a las mismas cenizas que un día descansarán con las de mi mujer en la estantería de alguno de mis hijos.
Empiezo a pensar en cómo podrán hacer mis hijos para ayudarme. Seré un estorbo con el que cargar, un lastre al que atender, sin saber si quiera si por sus atenciones podría yo agradecérselo ante la ineptitud muy posible de mi memoria. No quiero ser una mirada perdida en una habitación, ni una molestia insulsa cercana a la muerte para ellos. Sin embargo, ¿cómo no contárselo? ¿cómo no decirles que pueden ser mis últimos momentos de lucidez?
Llevo un buen rato mirando al suelo, cuando me doy cuenta de que le he dicho a Paco que me esperara a la salida de la consulta y ni me había percatado de que le he dejado plantado. ¿La enfermedad empieza a afectarme o seré yo que estoy de los nervios? En fin, poco puedo hacer ya por Paco, al que avisaré de que a partir de ahora no tome en cuenta mis despistes, si es que me acuerdo de que debo decírselo cuando le vea. Levanto la cabeza para otear mi alrededor e inundarme de un poco de esperanza. Una madre pasea a su hijo en carrito mientras le habla, un grupo de jóvenes está jugando a las cartas en una de las mesas y unos pájaros revolotean alrededor de unas migas de pan. Unos pájaros que siempre envidié por su habilidad de estar por encima de todos nosotros, observando cualquier tipo de emoción en aquellos que nos posamos sobre el suelo. Es el momento de volver a casa y afrontar el futuro, teniendo claro que para mí ya sólo existe el presente más inmediato.
Subo las escaleras de mi casa con cierta apatía y dificultad gracias a mis achaques. Abro la puerta y me recibe mi perro Lucas, en el que la alegría de la llegada de alguien conocido nunca cesa. Lo acaricio y comienza a tranquilizarse hasta que acaba por tumbarse en el suelo, mientras sus ojos me siguen allá donde voy. Estoy inquieto y recorro el salón de aquí para allá. El único coherente de la sala es Lucas. Por fin me decido a llamar por teléfono a Vicente, mi hijo mayor.
  • Hola hijo, ¿qué tal andas? Te tengo que contar una cosa muy importante.
  • ¿Otra? – me responde él extrañado.
  • Tengo Alzheimer, hijo.
  • Papá, me has llamado hace veinte minutos para contármelo. Te he dicho que esta tarde vamos a verte.
  • ¿De verdad? No me acuerdo…Lo siento hijo, no sé qué me pasa, ni sé si me pasa desde hace mucho tiempo. No entiendo nada. No sé qué estoy haciendo exactamente.
  • No te preocupes papá, nos vemos esta tarde. Viene Carmen también y ya decidimos qué hacemos ¿vale? Un beso.
  • Un beso hijo, hasta luego.
Esta conversación me ha terminado de convencer de que no puedo estar solo. Ante el temor de hacer cosas de las que no me acuerde, prefiero sentarme y esperarles a ellos, aunque espero acordarme de estar esperando. Enciendo la tele, con la esperanza de encontrar algo lo suficientemente atrayente para olvidarme de mi propio olvido. Me siento en el sofá de mi casa, donde tantas otras tardes encendí el televisor, con la diferencia de que hoy me pierdo entre tantas posibilidades de elección, y en el fondo, tan poco contenido. Observo el mundo como vacío, y ante la vitalidad de los demás, ante su vivir del presente, me siento confuso. ¿Seré yo el que se hizo mayor, o el mundo es más viejo? Me da la sensación de que ya nada es tomado tan serio como antaño. Incluso parece que, aunque yo estime tanto mi memoria, muchos desearían arrancársela, o prefieren ignorarla y vivir a través de un presente que no existe. Un presente que no es más que un pasado que viene por detrás que colisiona con un proyecto vital lanzado al futuro. La juventud es dueña del tiempo, aunque se empeñe en atraparse a sí misma en él. Son igual que nosotros, los viejos, que sin pasado no somos nadie, porque nuestro futuro va muriendo según se nos acerca la muerte, según vamos viviendo de recuerdos y menos de metas. Ellos por lo menos, tienen camino, tienen vitalidad, tienen recuerdos por delante que aún no tienen.
Miro la foto de mi mujer posada sobre la mesilla que débilmente sustenta una lámpara. La miro a los ojos hasta que parece que su mirada revive y me mira a mí. Le pregunto desde mi mente si sabe qué va a ser de mí, pero su voz, como la de todos los que van falleciendo, se ha borrado de mi cabeza y sin ella, no me puede contestar ni en mi imaginación. Retiro la vista de su rostro, clavado en un papel, antes de que una lágrima me salte, y miro a mi perro Lucas, tumbado a mi lado, que ante mis ojos mueve el rabo con esa inocencia perenne en él y caduca en mí hace muchos años. Al fin suena el timbre. Son mis hijos. Es la hora de un último reto importante, que alguien me tendrá que recordar día a día. Hasta entonces, todo lo que es mío, irá cayendo, inevitablemente, en el olvido.